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Asociación Cultural para la Cooperación con la Selva Peruana Proyecto Tambo.

Historias Reales del Perú

Ají de gallina

Ají de gallina

Habíamos llegado a la terminal del aeropuerto Jorge Chávez de Lima dejando atrás el pegajoso calor de la ciudad. Nos dirigíamos a Tarapoto, la ruidosa y caótica ciudad sanmartinense, en lo que sería nuestra primera visita a este rincón del Perú que acabaría por conquistarnos.

 

Hacía meses que soñaba con la llegada a la selva. Las imágenes de internet, de libros de viajes y las de mi propia imaginación se fueron agolpando mientras sobrevolaba los Andes. Mientras la llanura verde de la amazonía se extendía a nuestros pies, desde la ventanilla de la pequeña aeronave, no pude dejar de hacer el manido paralelismo entre aquel relajante espectáculo y la tranquilidad del océano que dejábamos a nuestra espalda.

 

A la salida de aquel modesto aeropuerto nos esperaba nuestra tía Margarita y monseñor Santos Iztueta, obispo de Moyobamba, que se había prestado a llevarnos en su coche hasta la ciudad de las orquídeas.

 

Entre besos, abrazos y presentaciones se nos acercó una mujer que decía venir en nombre de la mamá de Chabuca, una hermana mercedaria que conoceríamos días más tarde en Rioja. La menuda mamita llevaba agarrada por las patas una vistosa gallina de plumas blancas y cuello rojo que nos entregó inmediatamente dando por concluida su misión de agradecimiento y bienvenida.

 

            -Yo misma escogí la gallinita. El “ajisito” saldrá rico. Yo misma la escogí.

 

Monseñor Santos cogió el recio animal y lo metió como pudo entre nuestras mochilas, dentro del atestado maletero del coche. En pocos minutos estábamos tomando la carretera marginal en dirección a Moyobamba.

 

A medida que avanzábamos, la conversación con el obispo se hizo más fluida, y aunque no perdíamos detalle de la apabullante belleza por la que discurríamos, tampoco podíamos dejar de mantenernos en tensión por su insegura manera de conducir. Monseñor Santos era un hombre tremendamente sencillo y divertido, a pesar de que el peso de su escalafón eclesial, su edad y su origen vasco, era de San Sebastián, pudieran hacerlo parecer más serio y frío. Nos estuvo contando multitud de anécdotas de sus años en la selva. Me impresionó la enorme naturalidad con la que nos comentaba sus múltiples “incidentes” con los terroristas de Sendero Luminoso durante aquellos terribles años 80, en los que en la selva se convivía con el terror y la muerte indiscriminada.

 

Entre frenazos, volantazos, acelerones y ruidosos kikiriqueos provenientes el maletero, no dejábamos de ver pasar las verdes y suaves colinas entretejidas de infinitos tonos de verde, mientras los caudalosos ríos se abrían paso con violencia por la inaccesibilidad de los frondosos valles. Los hombres iban cargados de plataneras tan verdes como el horizonte y un reguero de niños, mujeres y destartalados motocarros salpicaban, una tras otra, todas las curvas de la carretera.

 

En poco más de 2 horas habíamos llegado sanos y salvos a Moyobamba, aunque no pensábamos lo mismo de la gallina, que desde la penúltima pérdida de control del coche dejamos de escucharla.

 

Al abrir el maletero esperábamos encontrar nuestras mochilas repletas de plumas y la gallina a medio cocinar, pero nuestra sorpresa fue mayúscula al comprobar que el ave había desaparecido. Sencillamente no estaba.

 

Todos nos pusimos a elucubrar de qué manera o en qué momento el animal había podido abandonar su forzado cautiverio. Mientras, el obispo no dejaba de dar vueltas alrededor del coche mirando y remirando los huecos del maletero. Estoy seguro que daba por hecho que el destino del animal no era esfumarse y librarse de ser acompañado por verduras, mandioca y arroz. Allí lo dejamos, con la mano en la barbilla mientras acarreábamos nuestro equipaje hasta  nuestras habitaciones y nos refrescábamos con un rico jugo de piña.

 

Aquella misma tarde, al abrir la nevera pude ver el cuerpo desplumado de la gallina que había desaparecido dentro del coche. Nelita, la cocinera de la casa, me explicó que el animal se había acomodado dentro de un pequeño hueco justo encima de la rueda trasera del coche pasando desapercibido a nuestras miradas debido a su plumaje negro y que el obispo localizó la gallina después de media hora.

 

            - Pero Nelita, la gallina tenía las plumas blancas. Yo mismo ayudé a monseñor a meterla en el maletero.

 

La cocinera, extrañada, me hizo un gesto y la acompañé hasta la esquina del patio de la casa, y levantando la tapadera del cubo de la basura me dijo,

 

            -No señor, era de plumas negras, yo mismo la preparé.

 

Nunca supe lo que había ocurrido realmente con el misterioso cambio de color del plumaje de la gallina, aunque siempre que cuento esta historia, me convenzo más de que el estrés que debió pasar el animal en el maletero le hizo mutar el color de su plumaje por otro más acorde con su futuro. Por cierto, el ají de gallina estaba riquísimo.

(Dedicado a la memoria de Monseñor José Santos Iztueta, hombre generoso y vital con el que compartimos buenos momentos en la selva. Descanse en paz.)

El duende del Morro

El duende del Morro

El largo deambular entre el trajín del mercado de Moyobamba me había dejado agotado. El calor, la intensidad de los olores, el vocerío de los comerciantes para llamar la atención de sus exuberantes mercaderías y la amplitud cromática de tantos productos exóticos me condujo al bar que quedaba en la esquina de los puestos de comidas. Así que, entre ollas de guiso de gallina, aromas de tacacho con cecina y juanes, me senté para refrescarme con un jugo de papaya.

 

Me había dado la vuelta para seguir mirando el espectáculo del mercado, cuando un señor mayor que acababa de sentarse a mi lado, me espetó mientras hacía un gesto con la cabeza señalando al gentío del mercado.

 

            -Buenos días señor. Es grande la riqueza de la selva, ¿no es cierto?

 

Mientras miraba sus enormes ojos azules, tan impropios de esta zona del planeta, y su cara enjuta y angulosa, le di los buenos días y me rendí a la variedad y la belleza de la naturaleza expuesta en todos aquellos puestos de madera repletos de productos tan atractivos como desconocidos para mi. Su respuesta no se hizo esperar.            

 -Así es señor, la selva es grande y poderosa. Te da la vida, te alimenta y te provee, pero también se hace respetar y marca sus reglas. Cuando camine por la selva tenga en cuenta su poder y no desprecie ni su fuerza ni la de sus moradores. El Chullachaqui velará porque así sea.  

Nada más terminar su pronunciada advertencia, porque así me sonó, y sin poder interesarme por aquello que me contaba se despidió lacónicamente con un “Rogelio Quispe Neuman para servirle”, al tiempo que me tendía la mano.

 

El escaso trayecto que separa el mercado de la casa dónde me alojaba, lo hice pensando en lo que me había sucedido con ese hombre tan escueto de cuerpo como de palabras.

 

Con todo, casi me había olvidado de que había quedado con Gerardo, un joven del cercano pueblo de Calzada, que se había prestado a servirme de guía en la ascensión al Morro. Me estaba esperando en la puerta y con mucha prisa me citó para el día siguiente a las 8 de la mañana, mientras se subía a un motocar y me recomendaba que llevase un calzado cómodo y un poco de agua.

 

Después del almuerzo, las hermanas empezaron a contarme historias relativas a la atracción que el Morro de Calzada tiene entre la población local, tanto por su fuerza geográfica como por las leyendas que lo envuelven. Yo había leído bastante de toda la cosmogonía que enriquece y motiva el acervo popular de la amazonía, pero la impresión que me produjo ver a esas religiosas hablando con tanta desenvoltura de las hazañas del Chullachaqui, genio del monte mitad hombre mitad cabra, la aterradora presencia del Tunchi, silbante alma en pena que anuncia la muerte, la Lamparilla, esqueleto de luz azul, el Yacumama, madre del agua en forma de serpiente...me dejó estupefacto.

 

Con puntualidad peruana, es decir 45 minutos más tarde de la hora prevista, me subí a un destartalado y polvoriento coche rojo que me llevó hasta el pueblo de Calzada dónde me esperaba Gerardo jugueteando con una botella de gaseosa Inca Cola. Nada más saludarnos nos dirigimos hacia la falda del impresionante Morro.

 

En pocos minutos habíamos empezado la ascensión por las suaves y espesas laderas del monte. Antes de darme cuenta la luz del sol había desaparecido. La selva nos había engullido alejándonos del exterior con una coraza verde de sonidos huecos y una humedad brutal. Nos fuimos abriendo camino entre la vegetación que surgía salvaje sobre el sendero que nos conducía hasta la cumbre, a la que llegamos sudorosos y exhaustos después de una hora y media a un ritmo infernal. Mientras disfrutábamos del silencio absoluto y de la vista de la llanura moyobambina, a lo lejos se dibujaban las ciudades de Rioja y Nueva Cajamarca, Gerardo partió una piña que nos reconfortó del esfuerzo.

 

Nada más terminar emprendimos el camino de regreso a Calzada. Al cabo de unos minutos Gerardo se paró en seco y me señaló al suelo con la punta de su machete. Yo no veía nada.

 

El Chullachaqui ha pasado por aquí!

 

Me acerqué un poco más y pude ver un reguero de huellas insólitas. A cada marca de lo que sería un enorme pie humano, le seguían tres huecos estrechos y profundos. No podía creerlo, pero allí estaba esa secuencia de huellas inclasificables por su extraña combinación. Miré a Gerardo y le dije, ¿conoces a un tipo llamado Rogelio Quispe Neuman?

 

Aquella noche no concilié el sueño, y desde luego no fue porque creyese que lo que había visto en el Morro de Calzada era el rastro del Chullachaqui, sino porque sabía que había estrechado su mano en el mercado de Moyobamba.

      (Si quieres saber más sobre Chullachaqui, pincha aquí)

Los ojos de Nauta

Los ojos de Nauta

Nada más dejar la carretera marginal que nos traía de Tarapoto, la selva nos engulló durante el resto de la tarde. El coche serpenteaba por los estrechos caminos arrebatados a la vegetación, mientras una inmensidad verde y fresca me hacía pensar en el nombre de la provincia que recorríamos, “El Dorado”. Tal vez, la riqueza escondida en ese quimérico nombre se encontraba en lo que ha llegado a ser la ruina de esta parte del Perú. Las plantaciones de coca, hoy arrasadas por herbicidas tan dañinos como la guerrilla, han sido el principio y el fin de este rincón maravilloso.

Nuestro camino a San José de Sisa se prolongó por más de tres horas, y para cuando llegamos la oscuridad había cubierto el valle.

 

Durante la cena que nos prepararon nuestras amigas mercedarias, discutimos sobre el recorrido que haríamos al día siguiente. Teníamos interés en conocer algunos poblados de los alrededores, Shatoja, Nauta, Centroamérica, Santa Rosa..., tal vez la cataratas de Huaja, o los petroglifos de Incaico, en las inmediaciones de Sinami. Era muy emocionante comprobar el cariño con el que aquellas mujeres tan sencillas hablaban de esos lugares tan remotos como olvidados. Antes de irnos a la cama nos dijeron si sabíamos montar a caballo. Si llovía por la mañana, sólo podríamos acceder a esos lugares a lomos de un animal...

 

Después de todo no salimos nada temprano, pero el trayecto, amenizado por el vadeo de varios ríos, fue en sí mismo una aventura. Tras visitar Centroamérica y Santa Rosa, nos dirigimos a Nauta. Una vez allí, nos dirigimos hacía una casa que estaba al borde del camino que bajaba de la montaña. En ella se detenían las acémilas cargadas de café, maní o plátanos. La familia que la habitaba nos recibió con gran hospitalidad. En la única estancia de la casa, se agolpaban sacos de maní, racimos enormes de plátanos verdes, ladrillos de barro, y varias gallinas que inmunizadas a la presencia de las personas y un par de perros, picoteaban más al aire que al suelo. Entre todo ese escenario, sentada al lado de su abuela, estaba Llisela Milena.

 

Nuestra mirada, antes que en sus ojos, se posó en sus manos pequeñas y esbeltas. Era ciega, pero pronto descubrimos que sus discapacidad la había transformado en un ser maravilloso. Mientras sus manos limpiaban maní a velocidad de vértigo nos contaba como era su pueblo, daba órdenes a su tío sobre el mejor sitio para colocar las plataneras recién cortadas, orientaba a su abuela sobre dónde encontrar un taburete perdido o como preparar arroz con plátano. En aquella casa, el cabeza de familia era una niña de 8 años, o al menos eso parecía. Su discurso fluido y expresivo no se parecía al de ninguno de los muchos niños con los que habíamos estado jugando aquella mañana. Los ojos de Llisela Milena estaban apagados desde que nació, pero todos nos fuimos pensando que veía a través de sus manos.

 

(Con mi todo afecto al padre Ángel Lorente, sacerdote de San José de Sisa, que nos transmitió su amor infinito por esta tierra maravillosa)

La isla sin juguetes

La isla sin juguetes

Al llegar a Puno el sol estaba puliendo la brillante serenidad del Lago Titicaca, y la belleza azul de ese espacio gigantesco y tranquilo nos hizo olvidar el incómodo viaje en autobús desde Cuzco.

 

Tras registrarnos en un coqueto hotelito cerca del puerto y tomar una ducha, cogimos lo necesario para pasar un par de días recorriendo las islas de la inmensa laguna de la que surgió el primer inca, Manco Capac y su hermana Mama Ocllo, que mandados por su padre el Sol, surgieron de las aguas para crear el imperio después conocido como Tahuantinsuyo.

No nos costó mucho encontrar una embarcación que nos llevase, y en menos de una hora estábamos rumbo a la isla de los Uros, primera etapa de nuestra visita, antes de desembarcar en Amantaní, la isla en la que pasaríamos la noche.

 

Desde antes de llegar a tierra, ya habíamos visto como varias mujeres formaban en el camino de salida del improvisado puerto. Nos esperaban sonrientes, menudas, rocosas, curtidas por el sol y ataviadas con el traje típico de la zona. Grandes polleras, coloridas chompas de lana, chullos para protegerse del frío y del afilado sol, que ante la carencia de nubes llega en barrena hasta la piel.

 

No sé si fue Yolanda la que nos eligió a nosotros, o nosotros a ella, el caso es que los alemanes que nos acompañaban se marcharon en dirección opuesta a la nuestra con otra “mamita” que, al igual que las demás, caminaba mientras hilaba su lana. Habíamos acordado pasar la noche en su casa y comer con ella por una modestísima pensión. Llegamos pronto a su casa aunque sin aliento, los 4.000 metros de altitud nos catapultaban el corazón a la garganta impidiéndonos respirar. Allí nos esperaban su madre, tan anciana que por la profundidad de sus arrugas se diría que tenía 100 años, y sus sobrinos Edgardo y Silvana, dos niños silenciosos y educados que informaban en quechua a su abuela de nuestra llegada.

 

La casa era de madera y adobe, tan modesta que era parte del paisaje. Yolanda nos había dejado la habitación más espaciosa de la casa y nos había preparado con un esmero geométrico, la cama vestida de blancas sábanas de algodón y gruesas “frazadas” de lana. Poco después comíamos todos juntos a la lumbre de la cocina. El queso de cabra asado y la sopa de quinua y verduras nos reconfortó bastante, después de varios días sin apenas comer debido a los efectos del llamado soroche o mal de altura.

 

Cuando recogíamos los platos de barro, Silvana y Edgardo, de 7 y 5 años, se sentaron a nuestro lado. Allí nos contaron que hacía meses que no veían a sus papás, ambos trabajando fuera de la isla. Allí la economía de subsistencia lo domina todo y las oportunidades de trabajo, cuando se encuentran, están siempre en ciudades como Juliaca, Cuzco, Puno o la misma Lima, por eso no es extraño comprobar que en el paisaje de Amantaní predominen las mujeres, ancianos y niños.

 

Con ellos hablamos de sus clases en el colegio, de sus juegos en el inacabado “estadio de fútbol” de Amantaní, de qué querían ser de mayores y de que nunca habían tenido un juguete... Nos lo dijeron con una tremenda naturalidad, “no padrecito, nosotros nunca hemos tenido un juguete”. No supimos reaccionar y sólo se nos ocurrió preguntarles qué juguete desearían recibir más que ninguno en el mundo. No lo dudaron. Silvana, gesticulando con sus pequeñas manos, nos dijo que lo que más desearía tener era un muñeco grande para “cargarlo a la espalda como una mamita”. Edgardo tampoco dudó y tan pronto como su hermana termino su explicación se lanzó a imaginarse con un charango tocando melodías andinas como los mayores a los que admiraba. Esa noche nos fuimos a la cama con una tremenda desazón y reflexionando sobre la importancia de ver cumplidos los sueños de un niño.

 

Al día siguiente dejamos Amantaní, con sus impresionantes puestas de sol y con Yolanda, Silvana y Edgardo despidiéndonos a la orilla de ese lado del mundo. Habíamos dejado allí muy poco, pero nos llevábamos una experiencia tan grande como lo inmenso del lago.

 

Tras parar a almorzar en Taquile, reemprendimos el camino hasta Puno. Antes de llegar a puerto, le pedimos a Héctor, una especie de asistente social que recogimos en Taquile y con el que congeniamos rápidamente, que nos acompañase a un par de tiendas de Puno para ayudarnos a hacer cumplir el sueño de dos niños, uno en forma de muñeca y otro en forma de charango.

 

Pasado un mes de nuestro regreso recibimos una postal de Héctor desde Puno. La ilusión había llegado a su destino y nosotros nos imaginamos las caras sonrientes de aquellos niños que nunca habían tenido un juguete, aunque este les sirviese para sentirse adultos y no niños.

Con todo cariño para todos los niños del mundo que mañana se levantarán sin juguetes,

pero con la ilusión de que algún día llegarán.