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Asociación Cultural para la Cooperación con la Selva Peruana Proyecto Tambo.

Los ojos de Nauta

Los ojos de Nauta

Nada más dejar la carretera marginal que nos traía de Tarapoto, la selva nos engulló durante el resto de la tarde. El coche serpenteaba por los estrechos caminos arrebatados a la vegetación, mientras una inmensidad verde y fresca me hacía pensar en el nombre de la provincia que recorríamos, “El Dorado”. Tal vez, la riqueza escondida en ese quimérico nombre se encontraba en lo que ha llegado a ser la ruina de esta parte del Perú. Las plantaciones de coca, hoy arrasadas por herbicidas tan dañinos como la guerrilla, han sido el principio y el fin de este rincón maravilloso.

Nuestro camino a San José de Sisa se prolongó por más de tres horas, y para cuando llegamos la oscuridad había cubierto el valle.

 

Durante la cena que nos prepararon nuestras amigas mercedarias, discutimos sobre el recorrido que haríamos al día siguiente. Teníamos interés en conocer algunos poblados de los alrededores, Shatoja, Nauta, Centroamérica, Santa Rosa..., tal vez la cataratas de Huaja, o los petroglifos de Incaico, en las inmediaciones de Sinami. Era muy emocionante comprobar el cariño con el que aquellas mujeres tan sencillas hablaban de esos lugares tan remotos como olvidados. Antes de irnos a la cama nos dijeron si sabíamos montar a caballo. Si llovía por la mañana, sólo podríamos acceder a esos lugares a lomos de un animal...

 

Después de todo no salimos nada temprano, pero el trayecto, amenizado por el vadeo de varios ríos, fue en sí mismo una aventura. Tras visitar Centroamérica y Santa Rosa, nos dirigimos a Nauta. Una vez allí, nos dirigimos hacía una casa que estaba al borde del camino que bajaba de la montaña. En ella se detenían las acémilas cargadas de café, maní o plátanos. La familia que la habitaba nos recibió con gran hospitalidad. En la única estancia de la casa, se agolpaban sacos de maní, racimos enormes de plátanos verdes, ladrillos de barro, y varias gallinas que inmunizadas a la presencia de las personas y un par de perros, picoteaban más al aire que al suelo. Entre todo ese escenario, sentada al lado de su abuela, estaba Llisela Milena.

 

Nuestra mirada, antes que en sus ojos, se posó en sus manos pequeñas y esbeltas. Era ciega, pero pronto descubrimos que sus discapacidad la había transformado en un ser maravilloso. Mientras sus manos limpiaban maní a velocidad de vértigo nos contaba como era su pueblo, daba órdenes a su tío sobre el mejor sitio para colocar las plataneras recién cortadas, orientaba a su abuela sobre dónde encontrar un taburete perdido o como preparar arroz con plátano. En aquella casa, el cabeza de familia era una niña de 8 años, o al menos eso parecía. Su discurso fluido y expresivo no se parecía al de ninguno de los muchos niños con los que habíamos estado jugando aquella mañana. Los ojos de Llisela Milena estaban apagados desde que nació, pero todos nos fuimos pensando que veía a través de sus manos.

 

(Con mi todo afecto al padre Ángel Lorente, sacerdote de San José de Sisa, que nos transmitió su amor infinito por esta tierra maravillosa)

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