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Asociación Cultural para la Cooperación con la Selva Peruana Proyecto Tambo.

El duende del Morro

El duende del Morro

El largo deambular entre el trajín del mercado de Moyobamba me había dejado agotado. El calor, la intensidad de los olores, el vocerío de los comerciantes para llamar la atención de sus exuberantes mercaderías y la amplitud cromática de tantos productos exóticos me condujo al bar que quedaba en la esquina de los puestos de comidas. Así que, entre ollas de guiso de gallina, aromas de tacacho con cecina y juanes, me senté para refrescarme con un jugo de papaya.

 

Me había dado la vuelta para seguir mirando el espectáculo del mercado, cuando un señor mayor que acababa de sentarse a mi lado, me espetó mientras hacía un gesto con la cabeza señalando al gentío del mercado.

 

            -Buenos días señor. Es grande la riqueza de la selva, ¿no es cierto?

 

Mientras miraba sus enormes ojos azules, tan impropios de esta zona del planeta, y su cara enjuta y angulosa, le di los buenos días y me rendí a la variedad y la belleza de la naturaleza expuesta en todos aquellos puestos de madera repletos de productos tan atractivos como desconocidos para mi. Su respuesta no se hizo esperar.            

 -Así es señor, la selva es grande y poderosa. Te da la vida, te alimenta y te provee, pero también se hace respetar y marca sus reglas. Cuando camine por la selva tenga en cuenta su poder y no desprecie ni su fuerza ni la de sus moradores. El Chullachaqui velará porque así sea.  

Nada más terminar su pronunciada advertencia, porque así me sonó, y sin poder interesarme por aquello que me contaba se despidió lacónicamente con un “Rogelio Quispe Neuman para servirle”, al tiempo que me tendía la mano.

 

El escaso trayecto que separa el mercado de la casa dónde me alojaba, lo hice pensando en lo que me había sucedido con ese hombre tan escueto de cuerpo como de palabras.

 

Con todo, casi me había olvidado de que había quedado con Gerardo, un joven del cercano pueblo de Calzada, que se había prestado a servirme de guía en la ascensión al Morro. Me estaba esperando en la puerta y con mucha prisa me citó para el día siguiente a las 8 de la mañana, mientras se subía a un motocar y me recomendaba que llevase un calzado cómodo y un poco de agua.

 

Después del almuerzo, las hermanas empezaron a contarme historias relativas a la atracción que el Morro de Calzada tiene entre la población local, tanto por su fuerza geográfica como por las leyendas que lo envuelven. Yo había leído bastante de toda la cosmogonía que enriquece y motiva el acervo popular de la amazonía, pero la impresión que me produjo ver a esas religiosas hablando con tanta desenvoltura de las hazañas del Chullachaqui, genio del monte mitad hombre mitad cabra, la aterradora presencia del Tunchi, silbante alma en pena que anuncia la muerte, la Lamparilla, esqueleto de luz azul, el Yacumama, madre del agua en forma de serpiente...me dejó estupefacto.

 

Con puntualidad peruana, es decir 45 minutos más tarde de la hora prevista, me subí a un destartalado y polvoriento coche rojo que me llevó hasta el pueblo de Calzada dónde me esperaba Gerardo jugueteando con una botella de gaseosa Inca Cola. Nada más saludarnos nos dirigimos hacia la falda del impresionante Morro.

 

En pocos minutos habíamos empezado la ascensión por las suaves y espesas laderas del monte. Antes de darme cuenta la luz del sol había desaparecido. La selva nos había engullido alejándonos del exterior con una coraza verde de sonidos huecos y una humedad brutal. Nos fuimos abriendo camino entre la vegetación que surgía salvaje sobre el sendero que nos conducía hasta la cumbre, a la que llegamos sudorosos y exhaustos después de una hora y media a un ritmo infernal. Mientras disfrutábamos del silencio absoluto y de la vista de la llanura moyobambina, a lo lejos se dibujaban las ciudades de Rioja y Nueva Cajamarca, Gerardo partió una piña que nos reconfortó del esfuerzo.

 

Nada más terminar emprendimos el camino de regreso a Calzada. Al cabo de unos minutos Gerardo se paró en seco y me señaló al suelo con la punta de su machete. Yo no veía nada.

 

El Chullachaqui ha pasado por aquí!

 

Me acerqué un poco más y pude ver un reguero de huellas insólitas. A cada marca de lo que sería un enorme pie humano, le seguían tres huecos estrechos y profundos. No podía creerlo, pero allí estaba esa secuencia de huellas inclasificables por su extraña combinación. Miré a Gerardo y le dije, ¿conoces a un tipo llamado Rogelio Quispe Neuman?

 

Aquella noche no concilié el sueño, y desde luego no fue porque creyese que lo que había visto en el Morro de Calzada era el rastro del Chullachaqui, sino porque sabía que había estrechado su mano en el mercado de Moyobamba.

      (Si quieres saber más sobre Chullachaqui, pincha aquí)

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