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Asociación Cultural para la Cooperación con la Selva Peruana Proyecto Tambo.

La isla sin juguetes

La isla sin juguetes

Al llegar a Puno el sol estaba puliendo la brillante serenidad del Lago Titicaca, y la belleza azul de ese espacio gigantesco y tranquilo nos hizo olvidar el incómodo viaje en autobús desde Cuzco.

 

Tras registrarnos en un coqueto hotelito cerca del puerto y tomar una ducha, cogimos lo necesario para pasar un par de días recorriendo las islas de la inmensa laguna de la que surgió el primer inca, Manco Capac y su hermana Mama Ocllo, que mandados por su padre el Sol, surgieron de las aguas para crear el imperio después conocido como Tahuantinsuyo.

No nos costó mucho encontrar una embarcación que nos llevase, y en menos de una hora estábamos rumbo a la isla de los Uros, primera etapa de nuestra visita, antes de desembarcar en Amantaní, la isla en la que pasaríamos la noche.

 

Desde antes de llegar a tierra, ya habíamos visto como varias mujeres formaban en el camino de salida del improvisado puerto. Nos esperaban sonrientes, menudas, rocosas, curtidas por el sol y ataviadas con el traje típico de la zona. Grandes polleras, coloridas chompas de lana, chullos para protegerse del frío y del afilado sol, que ante la carencia de nubes llega en barrena hasta la piel.

 

No sé si fue Yolanda la que nos eligió a nosotros, o nosotros a ella, el caso es que los alemanes que nos acompañaban se marcharon en dirección opuesta a la nuestra con otra “mamita” que, al igual que las demás, caminaba mientras hilaba su lana. Habíamos acordado pasar la noche en su casa y comer con ella por una modestísima pensión. Llegamos pronto a su casa aunque sin aliento, los 4.000 metros de altitud nos catapultaban el corazón a la garganta impidiéndonos respirar. Allí nos esperaban su madre, tan anciana que por la profundidad de sus arrugas se diría que tenía 100 años, y sus sobrinos Edgardo y Silvana, dos niños silenciosos y educados que informaban en quechua a su abuela de nuestra llegada.

 

La casa era de madera y adobe, tan modesta que era parte del paisaje. Yolanda nos había dejado la habitación más espaciosa de la casa y nos había preparado con un esmero geométrico, la cama vestida de blancas sábanas de algodón y gruesas “frazadas” de lana. Poco después comíamos todos juntos a la lumbre de la cocina. El queso de cabra asado y la sopa de quinua y verduras nos reconfortó bastante, después de varios días sin apenas comer debido a los efectos del llamado soroche o mal de altura.

 

Cuando recogíamos los platos de barro, Silvana y Edgardo, de 7 y 5 años, se sentaron a nuestro lado. Allí nos contaron que hacía meses que no veían a sus papás, ambos trabajando fuera de la isla. Allí la economía de subsistencia lo domina todo y las oportunidades de trabajo, cuando se encuentran, están siempre en ciudades como Juliaca, Cuzco, Puno o la misma Lima, por eso no es extraño comprobar que en el paisaje de Amantaní predominen las mujeres, ancianos y niños.

 

Con ellos hablamos de sus clases en el colegio, de sus juegos en el inacabado “estadio de fútbol” de Amantaní, de qué querían ser de mayores y de que nunca habían tenido un juguete... Nos lo dijeron con una tremenda naturalidad, “no padrecito, nosotros nunca hemos tenido un juguete”. No supimos reaccionar y sólo se nos ocurrió preguntarles qué juguete desearían recibir más que ninguno en el mundo. No lo dudaron. Silvana, gesticulando con sus pequeñas manos, nos dijo que lo que más desearía tener era un muñeco grande para “cargarlo a la espalda como una mamita”. Edgardo tampoco dudó y tan pronto como su hermana termino su explicación se lanzó a imaginarse con un charango tocando melodías andinas como los mayores a los que admiraba. Esa noche nos fuimos a la cama con una tremenda desazón y reflexionando sobre la importancia de ver cumplidos los sueños de un niño.

 

Al día siguiente dejamos Amantaní, con sus impresionantes puestas de sol y con Yolanda, Silvana y Edgardo despidiéndonos a la orilla de ese lado del mundo. Habíamos dejado allí muy poco, pero nos llevábamos una experiencia tan grande como lo inmenso del lago.

 

Tras parar a almorzar en Taquile, reemprendimos el camino hasta Puno. Antes de llegar a puerto, le pedimos a Héctor, una especie de asistente social que recogimos en Taquile y con el que congeniamos rápidamente, que nos acompañase a un par de tiendas de Puno para ayudarnos a hacer cumplir el sueño de dos niños, uno en forma de muñeca y otro en forma de charango.

 

Pasado un mes de nuestro regreso recibimos una postal de Héctor desde Puno. La ilusión había llegado a su destino y nosotros nos imaginamos las caras sonrientes de aquellos niños que nunca habían tenido un juguete, aunque este les sirviese para sentirse adultos y no niños.

Con todo cariño para todos los niños del mundo que mañana se levantarán sin juguetes,

pero con la ilusión de que algún día llegarán.

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